6/10/13

Árbol Copulador.



Hoy estuve con aquellos tipos en el bar. Hablamos sobre el poder sobrenatural del individuo egoísta, de la necesidad y sensatez de éste al apartarse de un todo para convertirse en árbol copulador. Pensé en ti y en tus ramas, en que  no necesitas otra. Ya todas las que te guindan lucen como hilachas en la ropa de un viejo mendigo, amor,  lo que te hace blasfemar, de vez en cuando, sobre tu supuesta e incalculable sabiduría. Ya no tienes espacio para un ramita más, ni para ésta: minúscula y raída por lamidas de aduladores efervescentes, aduladores con prótesis de patitas nerviosas de perros insensatos. Ya he visto a demasiados salivar por el acto casi miserable de doblegarme, por este cuerpo que ni es mío, el que me fue atribuido hace algún tiempo por falta de postores a la nada, uno de los que creíste recibir en un altar ficticio adornado con guirnaldas de uvas que hasta entonces, sólo se ofrecían a los cerdos del infierno. Te lanzaron las ramas de uvas y te las comiste toditas sin voltear después el alma al cuerpo que se hunde y se vuelve inerte intentando traspasar la brecha pastosa que le asignaron como requisito para la huída a una hora específica, donde tenía que aplastar bien fuerte la cara ante cualquier sospecha de superficie plana, algún intento de transparencia que le permitiese ver tu rostro. No estás, el descenso se presenta con una tonelada de hormigas negras jugando a hacer equipo sobre las supuestas semillitas que dejaste donde te habías sembrado, húmedas. Se retuercen y me tragan como si esta fisonomía se traspusiera a un segundo íntimo, lúgubre. Mi descenso no es el tuyo, no es de esos que se comparten con rutinas para dormir, así que desde esta tierra inhóspita, que sobrevive con gotitas de jugo en las madrugadas, aislada, sola, con tu distancia que escupe las frutas en territorios que desconozco, debo confesar que ayer soñé con tu muerte.