Hoy estuve con aquellos tipos en el bar. Hablamos
sobre el poder sobrenatural del individuo egoísta, de la necesidad y sensatez
de éste al apartarse de un todo para convertirse en árbol copulador. Pensé en
ti y en tus ramas, en que no necesitas
otra. Ya todas las que te guindan lucen como hilachas en la ropa de un viejo
mendigo, amor, lo que te hace blasfemar,
de vez en cuando, sobre tu supuesta e incalculable sabiduría. Ya no tienes
espacio para un ramita más, ni para ésta: minúscula y raída por lamidas de
aduladores efervescentes, aduladores con prótesis de patitas nerviosas de
perros insensatos. Ya he visto a demasiados salivar por el acto casi miserable
de doblegarme, por este cuerpo que ni es mío, el que me fue atribuido hace
algún tiempo por falta de postores a la nada, uno de los que creíste recibir en
un altar ficticio adornado con guirnaldas de uvas que hasta entonces, sólo se
ofrecían a los cerdos del infierno. Te lanzaron las ramas de uvas y te las
comiste toditas sin voltear después el alma al cuerpo que se hunde y se vuelve
inerte intentando traspasar la brecha pastosa que le asignaron como requisito
para la huída a una hora específica, donde tenía que aplastar bien fuerte la
cara ante cualquier sospecha de superficie plana, algún intento de
transparencia que le permitiese ver tu rostro. No estás, el descenso se
presenta con una tonelada de hormigas negras jugando a hacer equipo sobre las
supuestas semillitas que dejaste donde te habías sembrado, húmedas. Se
retuercen y me tragan como si esta fisonomía se traspusiera a un segundo
íntimo, lúgubre. Mi descenso no es el tuyo, no es de esos que se comparten con
rutinas para dormir, así que desde esta tierra inhóspita, que sobrevive con
gotitas de jugo en las madrugadas, aislada, sola, con tu distancia que escupe
las frutas en territorios que desconozco, debo confesar que ayer soñé con tu
muerte.